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Cuchillos verdes y lentas lágrimas sucias. Pancha Núñez en Matucana 100

Mientras paseo entre los muros negros de Matucana 100, fascinada por la exuberancia de la obra de Pancha Núñez, me pregunto si alguna vez llegará el día de hablar de la obra de artistas mujeres sin que cada exposición sea una deuda que se salda. Mientras espero, habrá que repetirlo: Los engranajes del mundo salda una deuda con Núñez, no sólo como parte del neoexpresionismo en Chile, sino que por el mérito propio de su obra palpitante, radiante en su uso del color, y profundamente íntima. 

La curadora, Paula Solimano, hace énfasis en que no es una retrospectiva. Núñez está demasiado viva, aún, para eso. No quiere, me imagino, que una exposición (por muy inédita y profunda que sea) se convierta en corona y lápida, en reconocimiento y pésame. Hay todavía hambre y sed de cruzar los caminos de la vida, de seguir navegando las profundidades de la experiencia humana, como lo demuestran esculturas terminadas y sumadas días antes de la inauguración.

La exposición es una suma de partes: de lenguas, dientes, vientres, costillas, músculos, corazones, garras, narices, huevos, pedazos que componen cuerpos grandes y pequeños, fuertes y doblegados, sufrientes y también triunfantes. Habitan el espacio: las esculturas se pasean entre el público, las figuras se sacuden en sus marcos. Caminamos entre seres nominalmente hechos de cartón, de papel, de latón, pero indiscutiblemente de carne y hueso. Carne que siente y respira, que toca y es tocada. Núñez declara en un video en la entrada que su trabajo “pretende representar lo que pasa por fuera y por dentro de mis ojos, lo que veo y como me afecta a mí; como deforma la realidad a mi espíritu”. La frase cala hondo al caminar por las cuatro secciones en que se divide la exposición. Qué valentía compartir tanto con tantos; una creación vehemente y excesiva, hilarante y deprimente, un testamento a la revuelta que es la vida misma, a la lenta acumulación de dolores y los momentos de belleza explosiva que a ratos parecen justificar todo, y cómo todo ello nos toca, nos deforma, nos duele, nos embarga, nos aprieta, nos exige.

Núñez trabaja con materiales “otros” que parecen los más adecuados para contar estas historias-otras: las historias de lo pequeño y de lo íntimo, de lo reproductivo y personal, de lo doméstico, de las pequeñas violencias cotidianas que vivimos. Porque, ¿cómo no volver a insistir en que Pancha Núñez es mujer y, más aún, madre? Hecho inevitable, un (nuestro) cuerpo, criticado y elogiado, rajado y vuelto a ser cosido, sensual y sucio. Obras como El refrigerador (1995) ilustran cómo las mujeres cargamos con nuestra carne, con su falta y con su exceso, con nuestras hijas e hijos y sus pequeños cuerpos que nos reclaman, con nuestra leche y huevos. Mientras los hombres juegan a ser solo mano, solo razón, solo ojo, nosotras buscamos a tientas la gloria, mientras barremos, lavamos, fregamos, cosemos.

Pero más que competir, el desafío que lanza Núñez es justamente ese: ¿Hay mayor tragedia o drama que los compromisos a los que nos obliga la maternidad? ¿Hay mayor épica que cruzar la vida encarnada y conmovida, sin dejar que nos borre la violencia? Sus mujeres pululantes son testigo mudo pero potente de cómo nuestros cuerpos viven apretados y desfigurados –como La artesa (1994) encorvada sobre una tinaja, condenada a mirarse en el espejo de la sociedad; la mujer de Sin título (2009) de labios rojos, pero finalmente plana; Los carbones (2022), en que varias se miran atrapadas en una jaula de madera; o Las poltronas (s/f), donde mujeres son convertidas en muebles mullidos, receptores del cansancio ajeno. Hay dibujos de sirenas descabezadas, pura sexualidad intercambiable sin rostro, hay cuerpos monocromáticos que se sacuden en toda su animalidad.

Núñez no está sola: se rodea de cuerpos-centinelas, acompañantes y cómplices. Madame Senity (2006) abarca, erguida, las multiplicidades y contradicciones que habitamos. Hay mujeres-secretarias, hay mujeres-libreros. Porque esta exposición no es una queja, ni siquiera es crítica. Es carcajada, lágrima, grito; una sublimación de pérdidas y victorias, la creación de esculturas-como-salvavidas, una procesión de personajes profundamente humanos, exuberantes, colorinches, salvajes. Grotesca y exagerada, exacta, no pide perdón ni permiso; da cuenta del sufrir, sí, pero también del flujo potente que regala el cuerpo, cuerpo que gesta, cuerpo que crea, cuerpo que cuida, limitado, pero no por ello sin agencia y potencialidad.

Quizás por eso me hubiera gustado que la curaduría acompañara de manera más decidida el derroche de afectividad de Núñez. La curadora se permite algunos gestos que rebalsan lo académico, al introducir la obra de Núñez con El taller de la escultora (1984), un retrato de la artista pintado por su pareja Omar Gatica. Ubicada en la entrada, este la retrata llena de vitalidad, puro gesto vibrante, entregándonos una ventana a cómo la veían sus personas más cercanas. Lo mismo con un video de Núñez hablando sobre el arte, que le da voz y rostro y presenta a la responsable de esta cacofonía. Pero los textos a ratos son demasiado esquemáticos y abstractos, insistiendo en objetualidades y estéticas. Por ejemplo, se refiere a la segunda sección, donde hay obras como Madame Senity o Pelea de perros (2021), diciendo: “Tanto en sus esculturas como en sus serigrafías, traduce fenómenos vivos a imágenes estáticas: ellas muestran no sólo las contradicciones internas de una persona, sino que ésta puede ser un objeto para quien la observa”. ¿Qué contradicciones serían esas en este caso en particular? Me faltó que le pusiera “nombre y apellido” a esas ideas, ser más descriptiva y específica respecto de los logros y desafíos del cuerpo de obra que presenta la exposición.

De todas maneras, la vulnerabilidad con que Núñez nos comparte su mundo interior (“con todos sus venenos, con todas sus cosas, con sus buenas y malas ondas”), la instintividad con que hace materia las “bondades y brutalidades de la vida”, afirman con honestidad que sí, la vida es demasiado desgarradora y compleja, pero que vale la pena vivirla. Ella hace, exorciza, escarba en lo que oculta un cuerpo, en las oscuridades que habitan la mente humana. Y es hermoso, porque a pesar de convertirnos en testigo del desgarro, también nos hace partícipes de esos pequeños actos de sustento y reparo que nos vuelven capaces de seguir, como la niña que arregla sus alas rotas en Sin título (2018). Devela las estructuras que apoyan y soportan, y las comparte con el público en un acto de profunda generosidad, junto a su incansable curiosidad por rastrear, desde una vulnerabilidad honesta y valiente, las conexiones, los engranajes, las madejas. Donde el arte es punto fijo donde varar y descansar en este “globo atestado de formas” antes de lanzarse, nuevamente, al mar.

Los engranajes del mundo de Pancha Núñez (Santiago, 1961), una revisión de los cuarenta años de su trayectoria artística, se presentó del 15 de abril al 4 de junio de 2023 en el Centro Cultural Matucana 100, Santiago de Chile.

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